La clínica tiene una salita de espera justo enfrente de la habitación
n°4. La salita es como un pupo arquitectónico, un cuadrado que sobresale para
afuera y no molesta el normal funcionamiento del pasillo. Tiene un ventanal que
da a un patio de luz por donde entra muy poca luz y cuatro sillones horribles e
incómodos. Pero me permiten sentarme a leer mi Murakami sin alejarme de la
habitación, tengo que hacer guardia, no vaya a ser cosa que justo llegue el
médico y yo no esté y después no sepamos qué pasa. Porque nunca sabemos qué
pasa y porque los médicos son “escurridizos”. Los entiendo, yo hago lo mismo
con mis clientes, voy a la obra cuando sé que ellos no están, hasta me aprendo
sus horarios de trabajo para evitarlos. Eso me permite hablar con el albañil y
listo. Aunque sepa que en algún momento nos tendremos que encontrar. Pero no
cambiemos de tema. Ser médico no es lo mismo que ser arquitecto. Una vida vale más
que una casa.
En la clínica hay pocos momentos de silencio. La mañana temprano, la
siesta, la madrugada. Aunque se escuche el constante chancleteo de las
enfermeras. Porque las enfermeras chancletean desde que se pusieron de moda
esos suecos plásticos espantosos y mugrientos que ellas usan en blanco combinados
con medias de colores inverosímiles.
Hoy a la mañana mientras disfrutaba de uno de esos momentos de paz, leía
mi Murakami y relojeaba la puerta n°4, de pronto se llenó el pasillo de gente,
una familia entera, enorme, unas quince personas de todas las edades. Me asomo y
entiendo, al final del pasillo está el quirófano. Los tengo a unos pocos
metros, ellos también hacen guardia frente a otra puerta, no la veo, será la n°
5? Porque misteriosamente y sin lógica la de al lado de la n°4 tiene una letra A.
Los escucho hablar. Son siete hermanos, la enfermera se encarga de hacer las
preguntas de rigor. Preguntas personales, obvio. Son de otro pueblo, eso
justifica por qué llegaron en grupo (aunque yo también soy de otro pueblo y
estoy sola). Operaron al padre de los siete de una hernia, están esperando que
se termine de despertar para verlo. Quedó más familia en el pueblo porque un
par hablan por celular y dan las buenas nuevas. Todo salió bien. Yo sigo con mi
libro. Por mi puerta no hay novedades y para la familia numerosa tampoco. Hasta
que entra en escena otro actor (o actriz) de las clínicas, la que limpia. La
escucho que les dice claro y en voz alta: qué hacen todos ustedes acá, tengo
que limpiar el pasillo. Vayan a la salita de espera. “Mi” salita de espera. Enseguida
se escucha el carro de la limpieza, palos, trapos, baldes. Olor a clínica, tapemos
todo con olor, hagamos como que limpiamos. Vienen todos en tropel hacia los
sillones y se encuentran conmigo, sentadita, libro en mano. Me atraviesan
cuatro o cinco, se acomodan en los tres sillones restantes, niños a upa, dos
por sillón, los demás sobre el pasillo. Me rodean, conversan, mandan a uno a
cambiar la tarjeta del estacionamiento y me miran con intención que me vaya,
estoy de más. Ellos me miran a mí y yo miro el libro, trato de entender por qué
Kitaru manda a su mejor amigo Tanimura a declararse a su novia Erika. Parece
que quiere ponerla a prueba, desconfía de ella. Hasta que los salva la campana.
Pego un salto. De pronto pasa el muchacho cardiólogo, cuando lo veo me
pregunto: en qué momento de su vida estudió y viajó a tantos congresos este
chico? (los vi colgados en su consultorio en otra oportunidad). Aparece de
jean, camisa, barbudo. Pero el tipo es cardiólogo y punto. Me saluda con un
beso, tiene aliento a café. Lo atajo para que me informe algo. Como ya expliqué
antes, es escurridizo y anda a las corridas. Trato de retener lo que me dice. Y
listo, el que se fue a Sevilla perdió su silla. La familia terminó de ocupar
toda la salita. A la noche se irán y yo seguiré acá y volveré con mi Murakami.
A la tardecita logro ocupar de nuevo mi lugar, mi silloncito. Y
escucho que hablan pero del otro lado del pasillo. Es la parte de los
consultorios. Tampoco los veo, los imagino, son una señora y un señor que
obviamente no se conocen pero se cuentan todos sus males físicos. Nunca lo
entenderé. Esa necesidad de compartir cosas personales con desconocidos en
clínicas, aeropuertos y ascensores. Habrá otros lugares más, estos tres,
comprobados por mí. La señora cuenta: el cuerpo te pasa factura, cuando te
toca, te toca, doce años cuidando enfermos, mis padres, mi marido, mi suegra. Zafé
entre los palos de cáncer de tiroides (yo también y no se lo cuento a nadie),
me sacaron todo, tenía tres nódulos (yo tenía siete y no se lo cuento a nadie).
Ahora me operaron de hernia en las cervicales, tres meses con cuello ortopédico,
pero no de esos blanditos, no, el de plástico duro. No me lo podía sacar ni
para dormir, ni para bañarme. Y cuando dijo eso, automáticamente me la imaginé
acostada, desnuda, por hacer el amor con el marido, supongamos, con el cuello
ortopédico puesto. Es muy común en mí cuando estoy con amigos, una pareja, por
ejemplo, imaginármelos teniendo sexo. No sé porque. Algunos me los imagino
fácil y otros no puedo, en esos casos pienso que no tienen relaciones, que
andan mal. Como si mi imaginación manejara la vida sexual de las personas. En
este caso me tuve que imaginar no sólo la situación sino la cara de la señora,
la cual nunca vi. Estaba contenta porque la había operado el Dr. Olivero, un
neurocirujano muy de moda por estos lares, eso lo sé porque también lo hemos
frecuentado.
Pero volvamos a lo mío. Me asomo a la habitación n°4, mi papá duerme y
espera. Paciente, como buen paciente. Me escucha entrar, se da vuelta, me mira.
Quiere saber si hay novedades, cuándo nos vamos, qué hora es. Me pregunta a
cada rato qué hora es. Mi papá, que hace años está enfermo de enfermedades de
todo tipo, de las más raras y complicadas. El sobreviviente, el que debería estar
muerto, como me dijo un médico amigo cuando llorando le planteé que tenía miedo
que muriera pronto. Agradecé que está vivo, me repitió varias veces. El papá
que nos crió sin palabras y con ejemplos, que no se queja, no demanda ni manda.
Agradece y espera. Yo agradezco y temo.
Cenamos tempranísimo (me dan de comer en la clínica) y la noche pinta
eterna. Como adentro no hay señal voy hasta la vereda a dar el parte médico al
resto de la familia que espera a más de
100 kms. Estamos en junio y todavía no
hizo frío. Mañana viaja Benjamín, me avisan. Es mi relevo. Pero para mañana
falta un siglo, mirar las novelas que le gustan a mi papá a un volumen
imposible para mis oídos jóvenes, las rondas de enfermeros y que la mamá
jovencita que pasó para la sala de parto en silla de ruedas tenga su bebé y
exista una vida más sobre la tierra.
Entonces, me instalo en el
silloncito, necesito saber qué va a pasar entre Tanimura y Erika, si finalmente
se dirán todo lo que se tienen que decir o simplemente no pasará nada, como en
todos los libros de Murakami.
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